Cuando uno está pasando por un momento difícil, hasta las cosas más tontas tienen repercusiones inimaginables en su humor y sus ganas de seguir adelante. Si esto se aplica a las cosas negativas, como el mal tiempo cuando uno está aguantándose las ganas de llorar, ¿cuánto más debería pasar con las cosas bonitas?
Últimamente, me he visto en medio de un mar de cosas complejas y feas de manejar, que aunque no han podido opacar la felicidad de hermosos momentos, como el casamiento de una de mis mejores amigas, hecho al que ya le dedicaré su espacio, están allí, llenando cada fibra de tu ser de desazón, haciéndote sentir perdida y hasta inútil, inútil por no poder controlarlo.
El jueves tuve mi segunda visita de didáctica. Había pasado bastante tiempo planificando, estudiando, empeñada; me tenía que ir bien porque mi primera visita había dejado bastante que desear, y me había sentido horrible: mis alumnos me habían esperado con todo limpio y ordenado de mano propia, mi profesora había dedicado horas a ayudarme, y la sensación de haberles fallado así me hacía sentir muy mal. La noche previa, el 17 de agosto, fue algo martirizante: no tenía ganas, no tenía ganas de seguir, de ir al IPA, de ir a la visita ni de dar clases. Me sentía aplastada e incapaz, y me dije que si me iba mal, iba a abandonar. Aunque las personas que siempre me apoyan no faltaron a su "papel" ni siquiera estando en una etapa algo turbulenta, no podía sacarme de la cabeza la idea de que iba a fallar miserablemente... Otra vez.
Sin embargo, todo fue diferente. Mis compañeras, que iban a ir junto al profesor de didáctica a ver mi clase, llegaron en taxi por miedo a no llegar en hora. Todos los profesores del liceo me desearon lo mejor y sonreían condescendientemente recordando sus propios tiempos de practicantes, aunque me sentía algo intimidada por tantas miradas juntas, sabía que estaban apoyándome, sin conocerme. Con todo, lo mejor estaba aún por venir.
Llegué a la clase, y allí estaban ellos, los verdaderos protagonistas de esta historia: los alumnos, mis chiquis. No me sorprendió que la clase estuviera impecable, porque así lo hacen desde la primera visita, sin que nadie se los pidiera. Cuando me paré frente al pizarrón, allí llegó lo mejor: habían escrito, con letra clara y marcador violeta, "Virginia te queremos!". Me quedé embelesada, mirando lo escrito, por unos segundos, feliz... Y supe que eso era todo, que por eso estaba allí, que me los había ganado y que eso justificaba todo. Todas las frustraciones y batallas que tuve que ganarme para pararme al frente de esa clase y dar lo mejor de mí ese día estaban recompensadas, y con creses, por saber que ellos creen en mí, que ellos sabían que podía hacerlo. No creo que pueda haber algo más hermoso que eso. Finalmente, todo salió bien, pero más allá de lo académico, hasta ahora pienso en esa simple frase, en ese marcador violeta, y en todo lo que implica. No porque piense que todas mis clases a lo largo de mi carrera lo escribirán, siquiera lo pensarán, sino porque cada vez que sienta que no doy la talla para esto, recordaré que los que fueron mis alumnos en la primera etapa de mi carrera, en el primer año, cuando todavía era una novata, creyeron en mí, supieron que podía hacerlo. Y si ellos lo creían... ¿por qué no podría creerlo yo?
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