sábado, 27 de agosto de 2011

miércoles, 24 de agosto de 2011

Un año


El año pasado, en estas fechas, atravesé un momento algo complicado. Ahora que lo veo de lejos, ahora que todo se resolvió de manera feliz, y aunque cada tanto duele un poco el recuerdo, puedo hablar de lo que he aprendido. Como ya dije una vez, no pretendo hablar -excepto en algunas entradas puntuales- con todo detalle de mis anécdotas personales, sino más bien rescatar lo que de ellas aprendí y compartirlas.

En primer lugar, me di cuenta que de tanto en tanto necesitamos pensar en lo que tenemos y darnos cuenta del papel que cada persona y hecho ocupa en nuestra vida. O, mejor aún, descubrir qué papel queremos que desempeñen. Por ahí leí que no es tanto que no sepamos lo que tenemos hasta que lo perdemos; sabemos lo que tenemos, pero no creemos que lo podamos perder. Creo que es así.

En segundo lugar, aprendí que hay amigos para todo. Hay amigos con los que solo se puede hablar de cosas tontas o ayudarlos con sus problemas, y aunque lo pases de maravillas con ellos, no le contarías tus problemas. Hay otros amigos a los que no molestarías con bobadas, pero siempre están ahí cuando tenés un problema. Y están los otros, los mejores, con quienes se puede contar para todo, para hablar de estupideces y filosofar hasta las cuatro de la madrugada, o para llorar juntos por horas, para descargar toda tu negatividad e irte a la cama igual de mal, pero interiormente aliviado solo por no tener que cargar con  eso solo. Este periodo me ayudó a ver eso, y está relacionado con lo que mencioné en el párrafo anterior: redescubrí a algunos de mis amigos, lo cual ya de por sí justifica todo lo que pasé. Es decir, cuando se forja una amistad fuerte en medio de una tormenta, y luego de que esta pasa, sigue estando, sin importar lo malo que se pasó, se es feliz.

Relacionado con el punto anterior, entendí que no es necesario llevar las cosas solo, y no es signo de debilidad apoyarse en alguien enteramente. La persona en quien me apoyé fue la menos esperada, porque en realidad no lo conocía personalmente más que de vista y todo se dio por chat, una noche en que no tenía con quién hablar y estaba absolutamente desesperada, pero, al reflexionar en lo que pasó... Sola no habría podido. Tenía muchas cosas en la cabeza, mucha negatividad e ideas horribles que necesitaban ser ordenadas, repelidas y suprimidas, para dar lugar a mejores métodos, caminos y estructuras. Entonces, no está mal tener un mentor, una persona que con total confianza te ayude a pensar -no hablo de que piense por uno, nadie sustituye nuestra propia mente- y te guíe, una especie de modelo a seguir. Agradezco a este Maestro, por estar entonces y desde entonces. Nada habría sido igual sin él, ni lo será ya.

Y por último... Y creo que la lección más grande que aprendí fue que ser uno mismo no significa no cambiar nunca. Uno nunca ES, siempre se ESTÁ SIENDO; no hay edad ni etapa para cambiar y mejorar, y es estúpido refugiarse en el "yo soy así" caprichoso y simplista del que no quiere encontrarse a sí mismo. Hay mil razones para emprender esta búsqueda: yo la hice por no perder a quien amo, y al final me di cuenta de que me habría perdido de mucho de no haberla emprendido. Nunca es tarde para crecer, sea por la razón que sea, y la búsqueda de nuestra esencia es perpetua.

martes, 23 de agosto de 2011

Aprovechando la ráfaga


Hoy es un día especialmente productivo. No sé qué me pasa, tengo ganas de escribir y mucha música en la cabeza. Quizás es porque estoy algo melancólica: la melancolía es la mejor amiga del escritor, muchas veces. Lo cierto es que tengo ganas de escribir, y no sé qué.

Escribo desde los diez años, aunque en realidad nunca he escrito nada que me enorgullezca demasiado. Solo cosas corrientes, quizás cuentos, sueños, o cosas como estas entradas, todos pequeñas partes de mí, pequeños copos de nieve. Al principio era solo un ejercicio: en casa me rodearon de letras desde antes de nacer, cuando mi madre me leía estando yo en la panza. A medida que fui creciendo, se volvió algo más terapéutico... Y siempre digo que escribo para no olvidar. Hay algo especial en el hecho de volver a cada persona especial para mí, cada persona que significó algo en mi vida, en un personaje de una historia, o un ser digno de homenaje en una entrada de blog. Quizás cuando pasen los años no recuerde su cara, o su nombre real, pero lo verdaderamente importante no es el nombre o el aspecto de alguien, sino su esencia, que es lo que deja huella en nosotros. A veces, esa persona ni siquiera es alguien a quien conozca más que de vista (como el muchacho que subió al ómnibus hoy a tocar la canción justa para lo que venía pensando, canción que aunque alejada del tema en sí de esta entrada la encabeza, para recordarme las palabras de mi Maestro: "la vida debería tener banda sonora"); muchas otras, son amigos, compañeros, amores posibles e imposibles. No importa exactamente el quién, sino el porqué. 

Y dicho esto, creo que se justifica la entrada: no importa saber o no qué escribir, es lo de menos, cualquiera puede escribir si le dan un tema. Lo verdaderamente imprescindible es saber por qué escribir, por qué adentrarnos en ese mundo maravilloso de las letras, con todos los desafíos que implica encontrar las palabras justas para expresarnos, sabiendo que muchas veces no seremos recompensados y que lo que escribamos quizás no sea leído por nadie, pero también reconociendo que no es lo que cuenta. El hecho de dejar un poco de nosotros reflejado en palabras, universales como tales pero únicas desde que las hemos elegido, es suficiente premio para quien pueda amarlo.

Perdida


¿Qué se hace cuando se siente que se ha perdido el rumbo? Uno creía tener todo firme y dominado, todo en orden en ese mundo creado, diseñado y decorado a través de años, y de pronto, al mirar atrás, no hay nada. Simplemente, nada. Quizás, más que nada, es que no hay algo que pueda rescatarse, para servir de base de algo más grande...

Uno podría querer evadirse, no pensar, dejarse llevar, pero en la vida esa decisión es tan peligrosa como, tras haber perdido pie en el mar, dejar de nadar y quedar al arbitrio de las olas. No hay ninguna decisión que deje de ser tomada; si no somos nosotros los dueños de ellas, los responsables, siempre habrá quien lo sea, animado o no, simple fruto del azar. Entonces, en este punto, antes que cualquier opción debemos determinar algo más elemental: ¿tomaremos nosotros las riendas de nuestro destino, o seremos simplemente peones en este gran juego de ajedrez...?

sábado, 20 de agosto de 2011

Pequeñas cosas (o: "Diario de una futura profesora: la luz en medio de la oscuridad).


Cuando uno está pasando por un momento difícil, hasta las cosas más tontas tienen repercusiones inimaginables en su humor y sus ganas de seguir adelante. Si esto se aplica a las cosas negativas, como el mal tiempo cuando uno está aguantándose las ganas de llorar, ¿cuánto más debería pasar con las cosas bonitas?

Últimamente, me he visto en medio de un mar de cosas complejas y feas de manejar, que aunque no han podido opacar la felicidad de hermosos momentos, como el casamiento de una de mis mejores amigas, hecho al que ya le dedicaré su espacio, están allí, llenando cada fibra de tu ser de desazón, haciéndote sentir perdida y hasta inútil, inútil por no poder controlarlo.

El jueves tuve mi segunda visita de didáctica. Había pasado bastante tiempo planificando, estudiando, empeñada; me tenía que ir bien porque mi primera visita había dejado bastante que desear, y me había sentido horrible: mis alumnos me habían esperado con todo limpio y ordenado de mano propia, mi profesora había dedicado horas a ayudarme, y la sensación de haberles fallado así me hacía sentir muy mal. La noche previa, el 17 de agosto, fue algo martirizante: no tenía ganas, no tenía ganas de seguir, de ir al IPA, de ir a la visita ni de dar clases. Me sentía aplastada e incapaz, y me dije que si me iba mal, iba a abandonar. Aunque las personas que siempre me apoyan no faltaron a su "papel" ni siquiera estando en una etapa algo turbulenta, no podía sacarme de la cabeza la idea de que iba a fallar miserablemente... Otra vez.

Sin embargo, todo fue diferente. Mis compañeras, que iban a ir junto al profesor de didáctica a ver mi clase, llegaron en taxi por miedo a no llegar en hora. Todos los profesores del liceo me desearon lo mejor y sonreían condescendientemente recordando sus propios tiempos de practicantes, aunque me sentía algo intimidada por tantas miradas juntas, sabía que estaban apoyándome, sin conocerme. Con todo, lo mejor estaba aún por venir.

Llegué a la clase, y allí estaban ellos, los verdaderos protagonistas de esta historia: los alumnos, mis chiquis. No me sorprendió que la clase estuviera impecable, porque así lo hacen desde la primera visita, sin que nadie se los pidiera. Cuando me paré frente al pizarrón, allí llegó lo mejor: habían escrito, con letra clara y marcador violeta, "Virginia te queremos!". Me quedé embelesada, mirando lo escrito, por unos segundos, feliz... Y supe que eso era todo, que por eso estaba allí, que me los había ganado y que eso justificaba todo. Todas las frustraciones y batallas que tuve que ganarme para pararme al frente de esa clase y dar lo mejor de mí ese día estaban recompensadas, y con creses, por saber que ellos creen en mí, que ellos sabían que podía hacerlo. No creo que pueda haber algo más hermoso que eso. Finalmente, todo salió bien, pero más allá de lo académico, hasta ahora pienso en esa simple frase, en ese marcador violeta, y en todo lo que implica. No porque piense que todas mis clases a lo largo de mi carrera lo escribirán, siquiera lo pensarán, sino porque cada vez que sienta que no doy la talla para esto, recordaré que los que fueron mis alumnos en la primera etapa de mi carrera, en el primer año, cuando todavía era una novata, creyeron en mí, supieron que podía hacerlo. Y si ellos lo creían... ¿por qué no podría creerlo yo?

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