lunes, 29 de marzo de 2010

Causa y efecto


Muchas veces me he preguntado si la gente es conciente de las huellas que deja en la vida del resto de las personas.

Una de las más grandes peculiaridades de la vida en sociedad es que, por más que lo intentemos, por más que lo neguemos, no podemos ser entes aislados; cada acción, cada gesto, dictamen, opinión, nos provocan diferentes reacciones. Ira, indiferencia, simpatía... No podemos ir en contra de nuestra condición de seres humanos, y como tales, seres sociales. De hecho, gran parte de nuestra formación depende de estas relaciones, puesto que lo que aprendemos por nosotros mismos depende de los mecanismos aprendidos de nuestros padres, profesores y amigos.

Y en gran parte, hasta nuestra vida depende de lo que aprendemos de esa gente.

En mi caso particular, mi futuro está marcado por las gotitas que fueron vertiendo muchas personas. Buenos ejemplos que me conducen a querer superarme, mejorar, darlo todo por ver (o imaginar en el caso de aquellos que ya no están conmigo) una sonrisa de aprobación y orgullo, no ya en sus labios, sino en sus ojos. Malos ejemplos que me provocan rechazo, pero que me enseñan qué debo evitar para llegar a mi meta. Ejemplos de total abstinencia ante la vida, que me animan a buscar explicaciones. Ejemplos de desolación, que me refinan, que me hacen olvidar lo malo en mi vida para llegar a ese sagrado estado llamado empatía. Ejemplos de alegría extrema, que me empujan a apartarme de la envidia y a compartir las alegrías ajenas.

Nadie sería nada sin estas cosas.

Según las palabras de la Madre Teresa de Calcuta, "
a veces sentimos que lo que hacemos es tan solo una gota en el mar, pero el mar sería menos si le faltara una gota".


A mi abuelo Jorge Díaz, y a mi "teacher",
Gladys
Lilián Bas de Martínez

Por ser gotitas fundamentales en el caudal de mi vida.

viernes, 26 de marzo de 2010

Mujeres


S
oy mujer.

Esta oración, tan concisa, tan corta, aparentemente tan simple, es algo muy difícil de asumir para la mayoría de los seres que nos encontramos en esta condición.

No se puede erradicar de la sociedad los conceptos de que las mujeres somos menos, valemos menos o podemos menos. Y este pensamiento es tan fuerte que muchas veces nosotras mismas nos lo creemos. Por eso durante algún tiempo, especialmente en la adolescencia, tratamos de actuar, hablar y parecernos a los hombres, con la esperanza de que esto nos libere y tarde o temprano nos permita ser nosotras mismas.

¡Qué gran equivocación!

También están las otras, las que se matan por más derechos, más salario, ley del aborto, etcétera. No estoy en contra de esas mujeres, ni las culpo.

Pero sí tengo algo en claro: estamos tan ocupadas peleando por cosas inútiles que nos olvidamos de lo valiosas que somos en este mundo sólo por ser lo que somos. Ley del aborto, cuando tenemos la increíble capacidad de traer hijos al mundo, algo aún inexplicable para la ciencia. Igualdad de géneros cuando tenemos el poder de hechizar a los hombres. No niego que es necesario cambiar las cabezas de la gente, pero creo que histeriqueamos demasiado y en alguna parte nos olvidamos de quiénes somos y para qué estamos. Casualmente las mujeres más importantes, esas que todas quisiéramos imitar, no fueron aquellas que pasaron renegando de su condición o de qué injusta es la vida, sino aquellas que, aun con el mundo en contra, se arriesgaron a hacer cosas de hombre desde su rol femenino.

Pasamos demasiado tiempo tratando de ser hombres.

Soy mujer.

Y me da orgullo decirlo.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Ahuyentando el miedo




En mi último acceso a este cuadernillo de apuntes comenté mi ilusión de ser la mejor docente que mis propias capacidades (con esto me refiero: independientemente de los resultados de mis compañeros) me permitan ser. Ahora quisiera abordar este mismo tema pero desde otra perspectiva.

Nadie ignora que vivimos en una sociedad que, en términos generales, es bastante conformista, casi mediocre. Es decir, no nos preocupa que las cosas estén como están, ni siquiera explicar esta realidad; nos conformamos con sobrevivir cada día, no ya de la mejor manera, sino "en la lucha". No tengo nada en contra de estos luchadores, pero creo firmemente que la vida es mucho más que conformarse, y más importante aún, mucho más que sobrevivir y ya. No obstante, para personas como yo, con ánimos de superación y deseos de devorarnos la vida, esta actitud es chocante, abrumadora; personalmente, muchas veces he tenido miedo de introducirme en un mundo que se rige por dichas reglas, por la ley del mínimo esfuerzo.

Digo esto desde mi visión de estudiante y futura docente: me ENFERMA esa actitud de "¿y cuánto es el mínimo aceptable?". ¡No! El "mínimo aceptable" debería ser inaceptable para nosotros. Quizás suene algo conservadora o, peor aún, idealista. Pero creo que este pensamiento le niega la posibilidad a la persona de sentir satisfacción personal... ese gustito dulce que trae consigo la sensación de haber cumplido, no con un superior, sino con uno mismo. Eso lindo que uno siente cuando apoya la cabeza en la almohada y no tiene que preguntarse "¿y qué hubiera pasado si hubiera dado un poco más?".

Por supuesto, esa filosofía de vida conlleva más esfuerzo, enojos, frustraciones que el conformarse con resultados escuetos. Sin embargo, por experiencia propia puedo asegurar que lo que logra en uno dar el máximo es indescriptible, impagable.

Por eso, queridos, no sientan miedo; ES POSIBLE hacer la diferencia. Y por cierto que los tropezones en el camino no van a resultar tan dolorosos cuando uno alcance la meta, luchando contra el viento, es verdad, pero luchando. Luchando siempre. Pero no por lo que otros nos tengan que dar a cambio. Simplemente luchando por encontrar quiénes somos y a dónde vamos.

Poder llegar al fin de nuestros días en paz con nosotros mismos por haber roto el molde y haber vivido, no sobrevivido. Y quizás, con algún viento a favor, haber ayudado a abrir las mentes.

No puede haber mayor premio que ese.

domingo, 14 de marzo de 2010

Retomando contacto


S
í, ya sé, he estado vagando por el mundo y no he escrito nada... Me disculpo.

Pues bien, sucede que las vacaciones terminan y el lunes retomo mi actividad estudiantil. Pero resulta que esta vez es diferente a todas las anteriores. Esta vez es la antesala de todo el resto de mi vida la que me espera a las ocho de la mañana allí en el Instituto de Profesores Artigas.

A veces es difícil pararse y mirar cómo el tiempo y las decisiones lo llevan a uno hasta donde está; es algo aterrador pensar que uno ya no es un niño y que tiene que responder por sí mismo (aunque haya gente respaldándolo, como en mi caso, gracias a Dios) tanto por lo éxitos como por los errores. Claro, no es que no quiera hacerme responsable, madurar, crecer, encontrarme... sino que... ¡ay, parece mentira que el momento llegue así, de pronto...!

La cuestión es que deseo ser profesora. Es todo. Es mi meta, y mi único obstáculo soy yo. Por eso, entiendo que debo aprovechar el camino, como una peregrinación... Refinarme, ser una buena guía para mí misma antes de poder enseñar a otros. Porque creo que esa es la esencia de un buen maestro: ser capaz de transmitir conocimientos seglares, sí, pero también inculcar herramientas que ayuden a estos alumnos a ser maestros algún día. Maestros de sí mismos, que sepan combatir sus propias debilidades y tomarlas como aprendizajes. Personas que no comentan los mismos errores, sino que imiten los éxitos y alcancen las metas que uno quizás no podría.

Eso es lo que quiero enseñar.

Quiero enseñar a vivir.

Seguidores