20 de agosto de 2013. Una de las fechas más felices de mi vida, porque me convertí nuevamente en tía. Pero no tía por parte de un familiar; tía del corazón, de mi hermana del alma.
Pasamos todo el embarazo comunicadas, yo visitándola, mandándonos fotos que atesoro. Pero nada de eso fue comparable a entrar a la sala y verla ahí, con su sonrisa de oreja a oreja, y el paquetito de 3.450 kilogramos. Me enamoré totalmente de él, y me jacto de ser la tercera persona, luego de sus padres, de tenerlo en brazos. Sus ojitos achinados, su boquita chiquitita, sus dedos largos y con uñas perfectas y esa piel suavecita y perfumada envuelta en ropitas suaves. Lo apoyé en mi pecho y él se acurrucó ahí, y fue como que el mundo se me dio vuelta.
Cuando le estaban haciendo los estudios a ella y al peque, salí al pasillo y miré por la ventana. No era mi hijo, pero me sentía diferente. Miré Montevideo por el cristal limpio de la Médica y de repente, las cosas dejaron de parecerme tan horribles. El mundo se volvió un poco más hermoso desde que él está con nosotros.
Y pienso en todo lo que me hubiera perdido si alguna vez me hubiera animado a suicidarme. Tengo otro incentivo para seguirla remando, tengo que malcriar a ese niño. Quiero sentir sus abrazos y que me diga "tía", y llevarlo a la plaza y leerle cuentos. Pero sobre todo, no pienso dejar a mi hermana del alma en esta maravillosa etapa que pudimos pasar juntas. Tengo que seguir adelante.
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